febrero 23, 2005

Merolicos para anormales

Últimamente, en la lista sin censura Charlatanes hemos estado sometidos a la inmensa tontería de tres supuestos astrólogos que han aparecido supuestamente para "defender" su disciplina y que no han hecho otra cosa que exhibir su ignorancia, presentar excusas y pretextos por no poder demostrar que la astrología es algo más que una basta superstición, y, sobre todo, su incapacidad de razonar y de entender los métodos del conocimiento.

Uno de ellos en particular, el demencial Javier Reinoso, comerciante en software supuestamente astrológico, en menos de un mes (desde el 28 de enero) ha escrito la potente cantidad de... ¡más de cuatrocientos mensajes! dedicados a prometer una demostración astrológica que sigue sin dar y a insultar a todos los que hablan con él, repitiendo una y otra vez las mismas palabras en mensajes sucesivos.

(Un resumen puntual del historial de este mailbomber de la charlatanería videncial en la lista nos lo ofrece, por cierto, Ford Prefect en este mensaje a la lista, con enlaces a los mensajes puntuales en los que Reinoso se cierra estrepitosamente la puerta contra los dedos.)

La vacuidad de esta exhibición de spam zodiacal me recuerda a unos personajes que existen en México y que desempeñan un oficio de nombre singular: los merolicos.

Los merolicos


Un merolico es alguien que puede hablar durante larguísimo tiempo soltando un rollo asombroso, interesante, incluso apasionante... y absolutamente vacío (el parecido con los seudoinvestigadores ocultistas se reduce al rollo y a lo vacío, porque los expertos para anormales raras veces son asombrosos e interesantes, y casi nunca apasionantes).

El merolico hace promesas de maravillas sin fin que verá la gente en unos minutos, captura el interés de los peatones, habla de todo lo humano y lo divino, actúa cómplice de la multitud, pontifica a toda velocidad y con ello reúne a un respetable grupo de gente en plena calle que desea ver las maravillas prometidas... que al final no llegan. Pero en el intermedio entre nada y nada, el merolico ofrece en venta algo (la crema de concha nácar era un antiguo favorito del mundo de los merolicos mexicas, no sé si siga siéndolo, al igual que desparasitadores para las lombrices intestinales, o curas para la memoria como el Fosfovitacal y mejunjes similares) o incluso captura la atención de su público con fines más directos, como me tocó atestiguar una vez en México, D.F.

Al merolico en cuestión lo encontré en la Avenida de los Misterios, arteria cuyo nombre se debe a que conduce precisamente hasta la Basílica de Guadalupe, en lo profundo de la ciudad. La capacidad de hablar de manera apasionada de este merolico dejaba en mal sitio a cualquier cronista deportivo narrando un golazo de su jugador favorito de su equipo favorito en la final del campeonato. Sin embargo, este merolico no ponía mucho empeño en la venta de su crema de concha nácar, lo cual no dejaba de ser extraño. Me tardé un par de "actuaciones" en pescar el truco.

El tipo ponía en el suelo ante sí un saco con varias víboras de agua inofensivas y pintaba la proverbial raya de gis (o tiza) para demarcar su espacio escénico, indicándole al público igualmente su sitio designado en la representación y decía, más o menos, a una gran velocidad sostenida:

Usted va a ver, usted va a mirar, usted va a observar, usted va a contemplar cómo esta víbora... o esta otra, la que usted guste, quiera o desee, se va a poner rígida, totalmente tiesa, recta y derechita como una varita de nardo. Nomás le pido que se quede detrás de la raya, que estoy trabajando. Porque estoy trabajando, sí señores, trabajando honradamente, con honestidad y dignidad aquí ante ustedes y su buena voluntad, para ganarme el pan para mis hijos, no como otros que nomás se aprovechan de la gente para robarles sus objetos invaluables de valor sentimental o emocional o económico. Por eso, señor, señora, señorita, antes de que esta víbora se quede pasmada ante los ojos de todos ustedes, recta y firme como una varita de nardo, cosa que nunca han visto antes, quiero pedirles, quiero solicitarles, quiero suplicarles atentamente que cuiden sus valores para no les vaya a pasar una desgracia porque yo vengo aquí solamente con el propósito de traerles a ustedes el más revolucionario descubrimiento de la ciencia y luego es cuando vienen y dicen que uno tiene la culpa de que sufran un percance y vienen los ayes de amargura y las indirectas dolorosas. Y no, señores, porque yo soy honrado y digno y estoy ante ustedes para demostrarles cómo la víbora que usted elija, señorita, que usted seleccione, señor, que a usted le guste, señora, se va a poner tiesa y firme como una varita de nardo, algo que ustedes nunca han visto en este mundo...

El truco era el siguiente: al momento de hacer su considerada recomendación a los transeúntes para que cuidaran sus objetos de valor, varios de ellos se llevaban la mano al lugar donde guardaban la cartera o el monedero. Otro personaje, situado detrás del público y del que quizá sólo por malpensado deduje que era cómplice del merolico, pasaba la vista sobre el grupo y seleccionaba a las presas más fáciles. Tres minutos después, el público ("la bola", como le llaman los merolicos) babeaba fascinado por la verba del merolico y ya todos se habían olvidado de la cartera o el monedero, lo que aprovechaba el presunto cómplice para pasar ágilmente, como pizcando algodón, zumbándose las carteras de los dos o tres que la tenían más a mano (si el encargado de zumbárselas era, claro, un maestro del carterismo, disciplina que en los bajos fondos de México se conoce con el nombre del "dos de bastos", ya que para su ejecución se emplean los dedos índice y cordial, formando una pinza para la remoción quirúrgica de carteras con habilidad de prestidigitador).

Para cuando el merolico acababa su rollo, si alguien se daba cuenta de que tenía más ligero el bolsillo, el merolico siempre podía aducir:

"Si yo se lo dije, jovenazo, hay mucho conejo suelto, por eso hay que andarse con cuidado. Yo nomás vendo la conchanácar, ¿usted no va a querer una latita?"

("Conejos", obviamente, son "rateros" en esa ciudad de mis desvelos.)

Los merolicos forman un clan impresionante en México, con redes de comunicación asombrosamente eficaces, de modo que si uno (como el que conocimos en la primera convención mexicana de ciencia ficción que organizamos en la hermosa ciudad de Puebla allá por 1991) decide viajar desde Villahermosa, Tabasco, a Puebla, sabe perfectamente a quién tiene que dirigirse (el que mandaba en Puebla era "El Colorado", según recuerdo), y él le diría cuantas "bolas" de gente podría hacer al día, le indicaría los lugares donde debería ponerse a meroliquear y se encargaría de recoger sus "aportaciones", que sumaba a las de los demás comerciantes del parque para entregarle oportunamente a los policías allí destacados la cantidad que aseguraba que los dejarían trabajar sin causarles problemas.

De Meraulyock al merolico


En la segunda mitad del siglo XIX llegaba a México un tal señor Meroil Yock, Meraulyock o van Merlyck, según señala el brillante Diccionario de mexicanismos, de Guido Gómez de Silva, y su apellido dio nacimiento a la palabra.

La doctora Claudia Agostoni, investigadora histórica, relata en la revista Estudios de historia moderna que en 1864 o 1865 llegó al puerto de Veracruz, en un barco con bandera francesa, un hombre polaco “de extraña y agitada melena rubia, largos mostachos y espesa barba que le caía sobre el pecho” y que afirmaba ser un ilustre médico, un diestro dentista y poseer fármacos infalibles para todas las enfermedades conocidas y por conocer. Usaba, como buen charlatanazo, un disfraz, una túnica de aspecto oriental. El producto que vendía era el "famoso" aceite de San Jacobo, un elixir infalible para todo. Se trataba, claro, de Rafael J. de Meraulyock.

Pronto, munido con los dineros producto de su argüende (sigo resumiendo el estudio de la Dra. Agostoni), Meraulyock se fue a Puebla, precisamente, y de allí a triunfar a la capital, a la Ciudad de México. En el proceso, su apellido de tan difícil pronunciación fue convertido popularmente en "Merolico", pero respetándole el título que afirmaba tener (y que nunca vio nadie, por si eso le recuerda a usted a alguien más). Así, el Doctor Merolico recorría las calles en una carroza estrafalaria, acompañado de una banda de música y un grupo de ayudantes, para atraer al público al que le vendía sus remedios, le practicaba "operaciones" con el abandono propio de un embusterazo y le sacaba muelas y plata, procedimiento que tenía su elemento de show-business porque, en el momento en que Meraulyock ejecutaba la extracción, uno de los ayudantes disparaba una pistola para, suponemos, sorprender al paciente y disminuir su dolor, o al menos su resistencia, que ésos eran tiempos en los que la anestesia no existía y no faltaba el que se arrepentía al primer tirón.

El "Doctor" Merolico, que de médico tenía lo que tienen de "investigadores" los modernos ocultistas, no pasaba de sacamuelas con pirotecnia, pues, y sus remedios, como los que nos ofrecen hoy los miembros de ese grupo mundial de desvergonzados que se podrían llamar "Merolicos sin fronteras", no pasaron a la historia como sí lo hizo su desfachatez.

El "infalible" aceite de San Jacobo de este personaje era tan bueno como sus equivalentes modernos: el reiki, la acupuntura, la homeopatía, la quiropráctica, los CD autohipnotizadores curativos y otras supersticiones que llenan los bolsillos de más de un curandero, además de los delirios que venden otros: caras duras, platillos volantes formados con nubes, fantasmas de cartón, grabaciones del máspallá y otros misterios sin más misterio, y que valen tanto como un litro de aceite de San Jacobo (o bálsamo de Fierabrás, para el caso).

Pero la clave de todo el asunto, para que se vea, se note y se observe, que diría un merolico, que las cosas no han cambiado en el mundo del charlatanaje, nos la ofrece Claudia Agostoni en la siguiente cita de Maximino Río de la Loza, notable bioquímico mexicano de la época, hijo de otro químico notable (Leopoldo Río de la Loza), y en su momento encargado de la Sección de Química Analítica del Instituto Médico Nacional a principios del siglo XX, que nos dice sobre los charlatanes del viejo México:

[...] los hemos visto antes como el que curaba con saliva, y los vemos hoy: ahí está un apóstol que pretende imitar a Jesucristo y curar por su propia voluntad, ó un profeta que dice adivina las dolencias del paciente, y otros, por el estilo, y para darnos la razón, hay quien hable del hipnotismo para hacernos creer en la veracidad de su curación.

Imagínese usted, pues, que las prácticas brujeriles de los sacamuelas del siglo XXI ya estaban totalmente desprestigiadas hace cien años.

El truco, claro, es que usted no lo sepa, y le venga algún cuentacuentos de cuarta categoría a soltarle un rollo mareador sobre las "milenarias tradiciones" que nunca sirvieron para un carajo, sobre los "nuevos descubrimientos" que siempre son "rechazados por la ciencia", fundamentalmente debido a que se trata de pendejadas que ya se demostró tiempo atrás que tampoco sirven para un carajo o que se ha demostrado que son mentiras descaradas de la manada rascahuele, cuando no prácticas repelentes o peligrosas como el consumo de la orina propia (o la de otros, aunque usted no lo crea).

Lo que sí es de notarse es que haya en estos tiempos, por un lado, periodistas (reales o fingidos), ingenieros informáticos (reales o fingidos), hipnotizadores encabronados (fingidos hipnotizadores realmente encabronados), coprolálicos astrólogos con conocimientos de informática (fingido todo menos la coprolalia) y otros personajes que están mejor preparados para ganarse el pan honradamente que los merolicos pobres y luchones que realmente se enfrentan a diario con la realidad para ganarse el derecho al pan porque no tienen, casi nunca, escuela, salario, seguridad social ni otra cosa que el ingenio, y que todos usen exactamente los mismos procedimientos, esa verba vacua, esa rimbombancia telenovelera, esa falsa indignación cuando son atrapados mintiendo, ese hablar y hablar sin decir nada pero haciendo que parezca que algo se dijo.

Yo me quedo con los merolicos originales, los de la calle, que al menos tienen una justificación que no tienen los sacamuelas del ocultismo de corbatita, y que al menos tienen un lugar en la picardía popular al que nunca podrán aspirar los farsantes de la misteriología pretenciosa.

Los antecesores de los ocultistas que hoy se arrastran por los suelos para conseguir la atención de los medios, no son, como ellos quisieran hacerle creer a usted, Galileo, Servet o Newton, sino vivales del estilo de don Rafael de J. Meroil Yock, Meraulyock o van Merlyck y su fantástico aceite de San Jacobo.